Por: Pablo Rossi www.cadenatres.com
La sociedad a la que pertenecemos ha parido muchos dictadores, tiranuelos, déspotas o autócratas de medio pelo según la ocasión. Si le diéramos entidad histórica y estadística a la frase del comienzo sería difícil para muchas generaciones de argentinos esquivar la perversidad o la cobardía.
¿Acaso no acuñamos la idea de que nuestros antepasados cercanos vivían reclamando orden para el caos que los acosaba cíclicamente? Ellos se acostaban entronizando a un líder autoritario que les curara los males rápido y sin anestesia y se despertaban luego de un tiempo horrorizados con el producto generado y salían a la calle reclamando su cabeza en la plaza pública y para sí el noble título de primeros defensores de la libertad y los derechos humanos.
Eso hemos sido no hace mucho tiempo hasta que la era democrática vino a instalarse para siempre. Claro que vale preguntarse, qué democracia y cuánto modificó la esquizofrenia y la formulación de chivos expiatorios que, por haberlos convertido primero en nuestros líderes, cuando son decapitados nos arrojan regularmente a la incertidumbre.
Nos movemos en un ámbito social acuoso de una superficialidad alarmante. Así como “liquidez” es sinónimo contable de efectivo, cash, dinero aquí y ahora; nuestras convicciones, lazos sociales, pactos de convivencia o instituciones tienen ese sesgo efímero y son extremadamente líquidas, es decir, frágiles y escurridizas como agua que se dispersa en dos manos unidas en forma de cuenco para retenerla.
La superficialidad está dada por la inmediatez de nuestra satisfacción, la rapidez con que nos saciamos y pasamos del hambre feroz a la sensación de confort y al optimismo por estar condenados al éxito y de nuevo al catastrofismo más apocalíptico cuando caemos en la cuenta de que lo anterior fue minoritario y fugaz. La gloriosa clase media nacional, envidia de nuestros vecinos por su fortaleza, instrucción y movilidad en tiempos de bonanza, ha quedado reducida desde hace décadas a grupos espantados de ciudadanos que no encuentran paz ni refugio ni siquiera en la caja de ahorro de un banco por temor al saqueo.
Pero esa misma clase media, tan ancha y variopinta en los años de esplendor fue la que dio cabida y formó a sus verdugos. La que dio a luz a revolucionarios violentos y luego clamó por orden a cualquier costo. La que jugó con una utopía libertaria irresponsable y después toleró desentendida la tortura y la desaparición de personas. Esa misma clase media que rifó sus sueños en tiempos de la plata dulce y desestimó esfuerzos para construir pacientemente un futuro cuyos frutos se vieran más allá de la fecha de un plazo fijo. Esa gran masa de ciudadanos, con sus padres y abuelos a cuestas y sus hijos mamando la liviandad de sus metas, clamó por la democracia en el 83. Y compró el eslogan que sólo con ella se comía, se educaba y se curaba mientras el festival de la timba inflacionaria nos seguía comiendo las entrañas.
Y quiénes sino fueron los que entronizaron la convertibilidad y a sus padres fundadores durante diez años, abriendo expectativas y oportunidades mientras se permitía que la corrupción se expandiera como sistema de valor, como moneda de cambio lógica para ingresar al primer mundo y que la foto de la fiesta fuera reemplazada para la historia por el rostro de la resaca.
La gloriosa clase media, o lo que quedaba de ella, hizo de la estabilidad un dogma y de un caudillo un estadista. Se bailó, se cantó, consumíamos, crecíamos, nos modernizábamos, nos desprendíamos de patrimonios obsoletos, viajábamos, nos endeudábamos y evitábamos ver la sombra de los empobrecidos y de los desocupados porque ya llegaría el Mercado, el Fondo o el Tío Sam y lo solucionarían todo. Era cuestión de esperar y tolerar los excesos de los políticos que se cobraban millonarios vueltos a cambio del éxito.
Hasta que un día muchos cayeron en la cuenta de que amanecía, ya no había música pero si muchos borrachos en la sala y sobre todo abundaban las billeteras vacías. Entonces alguien dijo: “el rey está desnudo” y todos miraron horrorizados al estadista que volvía a recuperar su cara de caudillo y pasaba de rey a demonio con la velocidad con que se deshace un hechizo.
Lo que resta está demasiado fresco. Nos sacamos al diablo de encima y nos jurábamos que jamás lo habíamos votado. Colocamos al que se vendía como honesto y se alegraba de ser aburrido pero que resultó ser un incapaz. Y a partir de aquí las divisiones se hacen estériles y vertiginosas. La plaza, las cacerolas, los saqueos estudiados, los muertos, los presidentes efímeros, el gris bombero que apagó el incendio con nafta y pidió agradecimiento por habernos sacado del engaño monetario.
Cualquier observador externo aseguraría que tanta calamidad consecutiva imprime en una sociedad el sello del aprendizaje. Error. En las penúltimas elecciones presidenciales ganó en primera vuelta el demonio que había recuperado para una porción de electores la estatura de salvador o de lo malo conocido. Sin embargo, por las particulares reglas siempre flexibles de la política triunfó lo bueno por conocer.
Y son los conocidos de hoy. Matrimonio vengador justiciero que trazó una línea entre los buenos y los malos y se encargó de administrar premios a los primeros y maldiciones a los otros. Los que recuperaron el bastón de mando para jolgorio de una sociedad que extrañaba la mano firme y a alguien que le diera lecciones de moralidad. El patrón prolijo que se benefició con el efecto rebote de la crisis y con los vientos favorables de la economía del mundo. El líder del país que volvió a crecer y a soñar con fiestas perdidas y viajes a Cancún.
El nuevo matrimonio monárquico recobró los antiguos atributos del poder y fue cosechando éxitos y rosas al principio, vasallos obedientes a su paso y adoradores que se sumaron a la misión de fundar, esta vez si, “un país en serio”. Fue un espectáculo fabuloso observar a miles y miles de pecadores que pidieron redención a los nuevos reyes sólo por haber participado de la fiesta convertible de los años noventa. Ellos exigieron sólo lealtad y servidumbre, con eso bastó aunque pagaron barato y mal.
De nada sirvió agitar banderas de libertad, pedir equilibrio de poderes, proponer diálogo al que monologa, criticar métodos, sugerir aperturas y consensos, prevenir sobre los excesos, rechazar demagogias. Esta monarquía vestida con un colorido manto de encuestas fraguadas vendió un país inexistente y una revolución imaginada sólo en las noches de la alcoba real.
Y en la última elección presidencial una nueva mayoría compró la versión oficial y renovada de nuestra liquidez. Una suave sensación acuosa de bienestar pasajero. El estar inmersos en el agua tibia de nuestra recuperación económica que le devolvió a la gloriosa opinión pública nacional, o lo que queda de ella, sus mejores recuerdos de otros tiempos. ¿Cuánto importaron las acechanzas, los deberes pendientes, la oportunidad de construir sobre lo sólido? Fuimos alegres adolescentes retozando despreocupados en las praderas de sus reyes … que importa el futuro… Ya habrá tiempo de pensar que queremos ser cuando seamos grandes.
¿Acaso no acuñamos la idea de que nuestros antepasados cercanos vivían reclamando orden para el caos que los acosaba cíclicamente? Ellos se acostaban entronizando a un líder autoritario que les curara los males rápido y sin anestesia y se despertaban luego de un tiempo horrorizados con el producto generado y salían a la calle reclamando su cabeza en la plaza pública y para sí el noble título de primeros defensores de la libertad y los derechos humanos.
Eso hemos sido no hace mucho tiempo hasta que la era democrática vino a instalarse para siempre. Claro que vale preguntarse, qué democracia y cuánto modificó la esquizofrenia y la formulación de chivos expiatorios que, por haberlos convertido primero en nuestros líderes, cuando son decapitados nos arrojan regularmente a la incertidumbre.
Nos movemos en un ámbito social acuoso de una superficialidad alarmante. Así como “liquidez” es sinónimo contable de efectivo, cash, dinero aquí y ahora; nuestras convicciones, lazos sociales, pactos de convivencia o instituciones tienen ese sesgo efímero y son extremadamente líquidas, es decir, frágiles y escurridizas como agua que se dispersa en dos manos unidas en forma de cuenco para retenerla.
La superficialidad está dada por la inmediatez de nuestra satisfacción, la rapidez con que nos saciamos y pasamos del hambre feroz a la sensación de confort y al optimismo por estar condenados al éxito y de nuevo al catastrofismo más apocalíptico cuando caemos en la cuenta de que lo anterior fue minoritario y fugaz. La gloriosa clase media nacional, envidia de nuestros vecinos por su fortaleza, instrucción y movilidad en tiempos de bonanza, ha quedado reducida desde hace décadas a grupos espantados de ciudadanos que no encuentran paz ni refugio ni siquiera en la caja de ahorro de un banco por temor al saqueo.
Pero esa misma clase media, tan ancha y variopinta en los años de esplendor fue la que dio cabida y formó a sus verdugos. La que dio a luz a revolucionarios violentos y luego clamó por orden a cualquier costo. La que jugó con una utopía libertaria irresponsable y después toleró desentendida la tortura y la desaparición de personas. Esa misma clase media que rifó sus sueños en tiempos de la plata dulce y desestimó esfuerzos para construir pacientemente un futuro cuyos frutos se vieran más allá de la fecha de un plazo fijo. Esa gran masa de ciudadanos, con sus padres y abuelos a cuestas y sus hijos mamando la liviandad de sus metas, clamó por la democracia en el 83. Y compró el eslogan que sólo con ella se comía, se educaba y se curaba mientras el festival de la timba inflacionaria nos seguía comiendo las entrañas.
Y quiénes sino fueron los que entronizaron la convertibilidad y a sus padres fundadores durante diez años, abriendo expectativas y oportunidades mientras se permitía que la corrupción se expandiera como sistema de valor, como moneda de cambio lógica para ingresar al primer mundo y que la foto de la fiesta fuera reemplazada para la historia por el rostro de la resaca.
La gloriosa clase media, o lo que quedaba de ella, hizo de la estabilidad un dogma y de un caudillo un estadista. Se bailó, se cantó, consumíamos, crecíamos, nos modernizábamos, nos desprendíamos de patrimonios obsoletos, viajábamos, nos endeudábamos y evitábamos ver la sombra de los empobrecidos y de los desocupados porque ya llegaría el Mercado, el Fondo o el Tío Sam y lo solucionarían todo. Era cuestión de esperar y tolerar los excesos de los políticos que se cobraban millonarios vueltos a cambio del éxito.
Hasta que un día muchos cayeron en la cuenta de que amanecía, ya no había música pero si muchos borrachos en la sala y sobre todo abundaban las billeteras vacías. Entonces alguien dijo: “el rey está desnudo” y todos miraron horrorizados al estadista que volvía a recuperar su cara de caudillo y pasaba de rey a demonio con la velocidad con que se deshace un hechizo.
Lo que resta está demasiado fresco. Nos sacamos al diablo de encima y nos jurábamos que jamás lo habíamos votado. Colocamos al que se vendía como honesto y se alegraba de ser aburrido pero que resultó ser un incapaz. Y a partir de aquí las divisiones se hacen estériles y vertiginosas. La plaza, las cacerolas, los saqueos estudiados, los muertos, los presidentes efímeros, el gris bombero que apagó el incendio con nafta y pidió agradecimiento por habernos sacado del engaño monetario.
Cualquier observador externo aseguraría que tanta calamidad consecutiva imprime en una sociedad el sello del aprendizaje. Error. En las penúltimas elecciones presidenciales ganó en primera vuelta el demonio que había recuperado para una porción de electores la estatura de salvador o de lo malo conocido. Sin embargo, por las particulares reglas siempre flexibles de la política triunfó lo bueno por conocer.
Y son los conocidos de hoy. Matrimonio vengador justiciero que trazó una línea entre los buenos y los malos y se encargó de administrar premios a los primeros y maldiciones a los otros. Los que recuperaron el bastón de mando para jolgorio de una sociedad que extrañaba la mano firme y a alguien que le diera lecciones de moralidad. El patrón prolijo que se benefició con el efecto rebote de la crisis y con los vientos favorables de la economía del mundo. El líder del país que volvió a crecer y a soñar con fiestas perdidas y viajes a Cancún.
El nuevo matrimonio monárquico recobró los antiguos atributos del poder y fue cosechando éxitos y rosas al principio, vasallos obedientes a su paso y adoradores que se sumaron a la misión de fundar, esta vez si, “un país en serio”. Fue un espectáculo fabuloso observar a miles y miles de pecadores que pidieron redención a los nuevos reyes sólo por haber participado de la fiesta convertible de los años noventa. Ellos exigieron sólo lealtad y servidumbre, con eso bastó aunque pagaron barato y mal.
De nada sirvió agitar banderas de libertad, pedir equilibrio de poderes, proponer diálogo al que monologa, criticar métodos, sugerir aperturas y consensos, prevenir sobre los excesos, rechazar demagogias. Esta monarquía vestida con un colorido manto de encuestas fraguadas vendió un país inexistente y una revolución imaginada sólo en las noches de la alcoba real.
Y en la última elección presidencial una nueva mayoría compró la versión oficial y renovada de nuestra liquidez. Una suave sensación acuosa de bienestar pasajero. El estar inmersos en el agua tibia de nuestra recuperación económica que le devolvió a la gloriosa opinión pública nacional, o lo que queda de ella, sus mejores recuerdos de otros tiempos. ¿Cuánto importaron las acechanzas, los deberes pendientes, la oportunidad de construir sobre lo sólido? Fuimos alegres adolescentes retozando despreocupados en las praderas de sus reyes … que importa el futuro… Ya habrá tiempo de pensar que queremos ser cuando seamos grandes.