Por Eduardo Amadeo.
La Argentina es hoy dos países. En uno, unos 30 millones de ciudadanos podemos imaginar y construir un proyecto de vida. En el otro, hay unos tres millones de individuos que viven en condiciones misérrimas y unos siete millones que son cada vez más pobres. Y no se trata de una pobreza reciente. La esencia del problema radica en que esos diez millones de personas vienen perdiendo ingresos y capacidades desde hace veinte años, por los continuos episodios de crisis e inflación que les quitan herramientas de protección y de autodefensa.
Para los indigentes, parece haberse perdido toda esperanza. Para los pobres, una sociedad cada vez menos productiva y más inestable frena el viejo sueño de la movilidad social. Un ejemplo es que después de haber tenido seis años de crecimiento récord, un simple episodio inflacionario sumó tres millones de pobres a la lista. Eso se llama vulnerabilidad.
Esta situación tiene una gran implicancia ética. Es imposible suponer que las dos Argentinas puedan vivir una aislada de la otra. Podemos ignorar lo que no vemos, e incluso tratarlo con prejuicio y hasta desprecio, pero es inevitable que los efectos de la exclusión nos afecten a todos. Y no son sólo la droga y la violencia, que aparecen como conexión palpable entre "ellos" y "nosotros".
Una proyección del grado de exclusión al que son sometidas sucesivas generaciones de jóvenes, por la baja calidad de la educación y por las condiciones misérrimas de su hábitat, debería hacernos reflexionar acerca de los problemas de mediano plazo que ha de sufrir toda la sociedad para sostener un buen nivel de crecimiento.
Vale la pena observar para conocer la profundidad del drama. En el 20% de los hogares con niños pobres, hubo, en 2008, episodios de hambre. Hay más de 750.000 jóvenes que no estudian ni trabajan, el 75% de los cuales proviene del 20% más pobre de la sociedad. La tasa de abandono escolar del 20% más pobre es cinco veces la del 20% más rico, y casi duplica el promedio de la sociedad. El desempleo de los jóvenes pobres cuadruplica el promedio social y la imposibilidad de salir del círculo vicioso de educación pobre-trabajo inestable-ámbito vital poco estimulante reduce definitivamente la posibilidad de construir sus aspiraciones de progreso. Todas estas cifras -a pesar de seis años de crecimiento "chino"- demuestran sin dudas que el crecimiento sin inclusión es una trampa y que para ser un país más justo y estable se necesita una decisión estratégica, orientada al largo plazo y consensuada por toda la sociedad.
No es fácil. Nuestro país se ha caracterizado -como en tantos otros campos- por las idas y venidas en las políticas sociales, que, como parten del vicio de la eterna refundación, no pueden conservar un rumbo ni adoptar y ejecutar un paradigma. Hay múltiples ejemplos de ineficiencia y de politización. Quienes toman las decisiones económicas se preocupan (a veces) por sus consecuencias sociales, pero como una prioridad menor, al suponer erróneamente que el derrame resolverá todo.
Solucionar este drama exige un acuerdo político mayor, que se asuma como una política de Estado, por el cual pongamos el problema de la exclusión en la primera línea de todas nuestras preocupaciones.
Los dirigentes que hoy conformamos la oposición hemos consensuado la necesidad de establecer un programa de transferencia de ingresos a familias pobres con hijos como medida inmediata, de modo que cuenten con una base monetaria que les asegure no sólo alimentación, sino también menos vulnerabilidad, y aun la posibilidad de que las madres puedan estar con sus hijos. Estamos trabajando, asimismo, en medidas de más largo plazo, que modifiquen otras carencias esenciales, tales como asegurar la doble escolaridad en el nivel inicial.
Pero debemos reconocer también que la sociedad rechaza los programas masivos de transferencia, al atribuir a sus beneficiarios defectos sobre los que no hay otra evidencia que la nacida del prejuicio. En una encuesta de 2500 casos hecha en 2008, el 82% de la gente dijo que los beneficiarios de programas sociales "no trabajan porque no quieren". Se ha señalado también el "peligro" de transferir dinero a los hogares pobres, pues puede usarse para comprar alcohol. Todo el aroma de esos prejuicios es que los ciudadanos del "otro país" son responsables de su propia exclusión, aun cuando existen evidencias contundentes que muestran que tales prejuicios son erróneos. Nuestros hermanos más pobres son mucho más dignos de lo que nosotros suponemos.
La experiencia internacional demuestra que no alcanza con acciones esporádicas. Los países europeos lograron sostener políticas sociales exitosas por décadas, pues las convirtieron en cuestiones públicas, asumidas por todos como herramientas de cohesión y de progreso; lograron legitimarlas en leyes y en herramientas de evaluación de su impacto. O sea: consiguieron un compromiso de todos los actores para actuar, controlar y corregir.
Para aspirar a una sola Argentina, debemos poder mirarnos unos a otros sin prejuicios, comprendiendo plenamente el drama de los más débiles, darle sustento técnico a la discusión, asumir los acuerdos como herramientas de largo plazo y reedificar el sistema nacional de políticas sociales para que se disipen las dudas -fundadas- de ineficiencia y de politiquería.
El autor es diputado electo por Unión Pro.
Para los indigentes, parece haberse perdido toda esperanza. Para los pobres, una sociedad cada vez menos productiva y más inestable frena el viejo sueño de la movilidad social. Un ejemplo es que después de haber tenido seis años de crecimiento récord, un simple episodio inflacionario sumó tres millones de pobres a la lista. Eso se llama vulnerabilidad.
Esta situación tiene una gran implicancia ética. Es imposible suponer que las dos Argentinas puedan vivir una aislada de la otra. Podemos ignorar lo que no vemos, e incluso tratarlo con prejuicio y hasta desprecio, pero es inevitable que los efectos de la exclusión nos afecten a todos. Y no son sólo la droga y la violencia, que aparecen como conexión palpable entre "ellos" y "nosotros".
Una proyección del grado de exclusión al que son sometidas sucesivas generaciones de jóvenes, por la baja calidad de la educación y por las condiciones misérrimas de su hábitat, debería hacernos reflexionar acerca de los problemas de mediano plazo que ha de sufrir toda la sociedad para sostener un buen nivel de crecimiento.
Vale la pena observar para conocer la profundidad del drama. En el 20% de los hogares con niños pobres, hubo, en 2008, episodios de hambre. Hay más de 750.000 jóvenes que no estudian ni trabajan, el 75% de los cuales proviene del 20% más pobre de la sociedad. La tasa de abandono escolar del 20% más pobre es cinco veces la del 20% más rico, y casi duplica el promedio de la sociedad. El desempleo de los jóvenes pobres cuadruplica el promedio social y la imposibilidad de salir del círculo vicioso de educación pobre-trabajo inestable-ámbito vital poco estimulante reduce definitivamente la posibilidad de construir sus aspiraciones de progreso. Todas estas cifras -a pesar de seis años de crecimiento "chino"- demuestran sin dudas que el crecimiento sin inclusión es una trampa y que para ser un país más justo y estable se necesita una decisión estratégica, orientada al largo plazo y consensuada por toda la sociedad.
No es fácil. Nuestro país se ha caracterizado -como en tantos otros campos- por las idas y venidas en las políticas sociales, que, como parten del vicio de la eterna refundación, no pueden conservar un rumbo ni adoptar y ejecutar un paradigma. Hay múltiples ejemplos de ineficiencia y de politización. Quienes toman las decisiones económicas se preocupan (a veces) por sus consecuencias sociales, pero como una prioridad menor, al suponer erróneamente que el derrame resolverá todo.
Solucionar este drama exige un acuerdo político mayor, que se asuma como una política de Estado, por el cual pongamos el problema de la exclusión en la primera línea de todas nuestras preocupaciones.
Los dirigentes que hoy conformamos la oposición hemos consensuado la necesidad de establecer un programa de transferencia de ingresos a familias pobres con hijos como medida inmediata, de modo que cuenten con una base monetaria que les asegure no sólo alimentación, sino también menos vulnerabilidad, y aun la posibilidad de que las madres puedan estar con sus hijos. Estamos trabajando, asimismo, en medidas de más largo plazo, que modifiquen otras carencias esenciales, tales como asegurar la doble escolaridad en el nivel inicial.
Pero debemos reconocer también que la sociedad rechaza los programas masivos de transferencia, al atribuir a sus beneficiarios defectos sobre los que no hay otra evidencia que la nacida del prejuicio. En una encuesta de 2500 casos hecha en 2008, el 82% de la gente dijo que los beneficiarios de programas sociales "no trabajan porque no quieren". Se ha señalado también el "peligro" de transferir dinero a los hogares pobres, pues puede usarse para comprar alcohol. Todo el aroma de esos prejuicios es que los ciudadanos del "otro país" son responsables de su propia exclusión, aun cuando existen evidencias contundentes que muestran que tales prejuicios son erróneos. Nuestros hermanos más pobres son mucho más dignos de lo que nosotros suponemos.
La experiencia internacional demuestra que no alcanza con acciones esporádicas. Los países europeos lograron sostener políticas sociales exitosas por décadas, pues las convirtieron en cuestiones públicas, asumidas por todos como herramientas de cohesión y de progreso; lograron legitimarlas en leyes y en herramientas de evaluación de su impacto. O sea: consiguieron un compromiso de todos los actores para actuar, controlar y corregir.
Para aspirar a una sola Argentina, debemos poder mirarnos unos a otros sin prejuicios, comprendiendo plenamente el drama de los más débiles, darle sustento técnico a la discusión, asumir los acuerdos como herramientas de largo plazo y reedificar el sistema nacional de políticas sociales para que se disipen las dudas -fundadas- de ineficiencia y de politiquería.
El autor es diputado electo por Unión Pro.
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